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Monday, October 08, 2007

Guevara o la voluntad de hierro


Por: Raúl Pastor Galvez

Ninguna generación aparece de la nada, pero a las generaciones revolucionarias les toca inventarse a sí mismas en la medida en que asumen como compromiso personal y colectivo las encrucijadas de los pueblos dispuestos a pelear en combate desigual contra las fuerzas negras que los ricos encarnan en la historia. De este y no de otro modo fue que Ernesto tomó su alternativa convirtiéndose, en el torrente de los pueblos que luchan por su liberación, por la emancipación y por la revolución socialista, en el miliciano por excelencia, siempre dispuesto a pelear en cualquier rincón donde los pueblos estuvieran decididos a luchar contra el hambre, la explotación y la guerra.

Nacido en 1928, formó su condición vital capitalizando el asma como desafío temprano frente a la muerte, ante la cual llegó siempre al límite, como el torero que roza el pitón en el desplante. No fue partidario de hacerse compromisos fáciles, por eso supo avanzar con una sonrisa determinada en dirección al camino que su paso abría. Lo hizo ante sus problemas personales y familiares, ante el hervidero estudiantil antimilitarista en el que se jugaban sus íntimos amigos, ante la agitación social andina, semejante en todo al dolor universal de los pueblos. Ningún sufrimiento en el mundo –declaró- le era ajeno. Todo era un pivot para la auto-superación, trátese de tareas intelectuales, con concentración inusual, de proezas físicas, con temeridad rayana en la muerte, de desafíos a la verticalidad de las sierras ( andinas, centroamericanas y africanas ) y -por sobre todo- a las de las pirámides sociales que las jerarquías contrarias a la dignidad consagran como si se tratara de una constante humana.

Como nunca tuvo una excelente relación con la figura paterna, se puede buscar en su biografía la influencia que a sus veinte años dejaron en él hombres notables de la vieja UBA, a donde fue a estudiar Medicina Humana. En esos claustros, fundados por Rivadavia, un personaje dejó su fuerte impronta democrática, antifascista y pro-laboralista : Don Carlos Saavedra Lamas, su Rector del 41 al 43, que siguió allí como destacadísimo docente hasta el 46, cuando -a la llegada de Perón al poder-, poco antes de ingresar Ernesto, renunciara a la UBA como imperecedero manifiesto de su público repudio al peligro representado por el populismo bonapartista y fascistizante de Perón, nada más llegado corporativizó la universidad, forzándola por ley a obedecer y colaborar con el Ejecutivo en sus planes. Ese eminente político, diplomático y jurista, bisnieto del presidente de la Primera Junta Patriótica de 1810, egresado de la Facultad de Derecho de la UBA, a donde volvió para impartir cátedra, más tarde diputado, Presidente de la Sociedad Panamericana, y de la Sociedad de Naciones Unidas, propulsó un tratado para frenar la escalada militarista del fascismo en ascenso, por lo que ganó un Nóbel de la Paz. Ciertamente él no fue un socialista, pero su gesto y posición de liderazgo en problemas nacionales, continentales y mundiales marcó a la juventud de esa casa por más de una década, y a Ernesto en particular, su auto-sacrificio, según testimonios personales.

Mientras el Ché estuvo en la UBA, también admiró a Bernando Houssay, el hombre más destacado en su Facultad por su rol en la investigación científica, y Premio Nobel por su aporte en Fisiología, al descubrir la relación de la hipófisis con el metabolismo de los carbohidratos y la diabetes, e impulsor del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, del Instituto Experimental de Biología y Medicina, y de la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias. Este ilustre personaje murió poco después de la muerte del Ché.

Una de sus referencias personales más importantes fue su gran amigo, Granado, quien al ir a la cárcel por participar en una huelga universitaria antimilitarista, acrecienta en Ernesto su repudio contra el golpismo; no obstante, como una demostración del sentido de independencia que le era propio, se permitió decirle que cuando él se decidiera a oponerse a los gobernantes no habría de ser con las manos desarmadas, pese a la admiración profesada al padre del pacifismo, Gandhi.

La actividad comprometida con el socialismo de sus amigos lo circunda hasta que las convicciones apasionadas del Ñico López, cubano exiliado a resultas del fracaso de Fidel en el 53, lo ganan para la causa socialista, pasando a defender conscientemente el concepto armado de la revolución, de la que había leído las estrategias militares de Mao Tse Tung, de textos proporcionados Hilda Gadea, ex-aprista, exiliada como él en la Guatema de Arbenz, luego su compañera.

Cuando la muerte de mi padre, presente en el Congreso Fundacional del MIR en Chiclayo, me permitió descubrir junto a ese programa otros materiales y recortes periodísticos, recordé ante la amarillenta primera plana del vespertino “La Última Hora”, el modo en que conocí al Ché el dia aciago en que yacía con el pecho descubierto alcanzado físicamente por la muerte, pero históricamente, por la Gloria. Mi Padre, me diría ese día llorando que era “el Cristo de la edad moderna, porque en vez de escoger morir sobre una cruz de madera atravesado por clavos de hierro, escogió ser crucificado con balas dun dun sobre el metal milenario de los andes.

Su interés por la sociología, su curiosidad y sentido de la aventura, su sed de observación, participación y compromiso ético con la realidad de una América Andina, capaz de sobreponerse a la estupidez impuesta en la post guerra por el imperialismo norteamericano triunfante en las urbes de estilo enajenado, le definen bajo la influencia revolucionaria de la Europa del Este integrada al Bloque Socialista, liderado por la URSS, y por el rotundo éxito de los comunistas chinos y coreanos, cabeceras del ascenso revolucionario del sudeste, donde Ho demostraba que un pueblo consciente de su destino es capaz, bien dirigido, de atravesar el infierno de la guerra hasta conquistar las cimas de la justicia y de la libertad, aunque el enemigo fuera aparentemente invencible. Esa clase de eventos marcan en el Ché su indeclinable optimismo revolucionario y socialista, convencido de que el futuro se acerca al presente cuando uno le presta sus manos, su corazón, su palabra y sus pies. Marx decía que el mal no existía aún por ser necesario sino porque los hombres no hemos hecho aún lo suficiente para desterrarlo, ello en “L. Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana”.

El día que el Ché quedó mirando para siempre el cielo de los Andes quedaban atrás la UBA, la FUBA, y las sierras y los hombres que lo conocieron; pero cada vez que haya quienes discurran sobre emularlo y transcurran por los mismos caminos de la autenticidad y de la consecuencia, con su gesta él volverá a sonreir detrás de su habano entre las volutas de humo que las bocas de los fusiles exhalan en su nombre cuando hay quienes están dispuestos a morir por la misma causa.

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